Debo confesar que jamás he sido convidada al plan motel.
Los que sufren de calentura están en la cama, pero no necesariamente descansando…
El otro día, oí sin querer queriendo la siguiente conversación: “Mariquis, por fin encontré el punto G, no quedaba donde yo pensaba ni tampoco donde me habían dicho, queda en la calle tal con tal enfrente del Caesar’s Palace”. Solté una carcajada, pensando que si se tratara del ‘verdadero punto G’ hasta yo anotaría sus coordenadas. Semejante descubrimiento se habría tomado las portadas de las más importantes revistas, pero se trataba de un motel, uno de esos lugares que todo el mundo visita, como la Estatua de la Libertad o la Torre Eiffel; la única diferencia es que las fotos que se toman allí no van al Facebook.
Debo confesar que jamás he sido convidada al plan motel, pero creo que no me he perdido de mucho cuando pienso en habitaciones de luz mortecina, sábanas curtidas de pecado y sustancias pegachentas, y un fuerte olor a desinfectante para tapar los olores que deja tanto cachondeo. No puedo dejar de mencionar las camas en forma de corazón, empanada o galleta, cuyos colchones son recubiertos en plástico, lo que convierte una sesión sobre ellas en un ejercicio de efectos sonoros hilarantes y poco sensuales. Sin embargo, pienso que trabajar en la recepción de un motel debe ser más entretenido que observar una maratón de enanos, pues allí se aprecia el sórdido desfile de personajes que necesitan un quickie.
Existe cierta leyenda urbana acerca de que alguna vez atracaron un motel y sacaron a las personas tal y como estaban (seguramente en bola o pegados) y los amarraron mientras que los rateros huían con todas sus pertenencias. Nadie se atrevió a poner demanda ni llamaron a la policía porque les daba oso admitir dónde estaban. Y es que uno asume que la mayoría de personas que van a los moteles tienen algo que ocultar y que los clientes son en su mayoría hombres casados con su querida, profesores con alumnas, primos y primas, etc.; la clandestinidad es protegida por unos garajes cerrados con habitación incluida, que los convierten en casi un Drive Thru como los de McDonald’s, pero en lugar de un combo con papitas allí se comen otras cosas.
Lo más chistoso es que algunos moteles cuidan tanto el anonimato de sus clientes, que se inventan sistemas para no tener que verles la cara. La comunicación se hace a través de una ventanita giratoria ubicada en la habitación, por la cual se cobra y se pasa cualquier cosa que necesiten los comensales, ¡qué digo!, los clientes. Este sistema impersonal en el que a uno lo atienden personas sin rostro parece sacado de una película de ciencia ficción.
Los moteles también son frecuentados por cagoncitos que necesitan llevar allí a su novia porque no aguantan echarse un polvito en la casa de sus papás. También están los que simplemente quieren cumplir una fantasía con su pareja, como usar las duchas trasparentes, la silla sexual o simplemente el espejo de techo que quisieran tener en su habitación, pero cuyo buen gusto o sentido común se los impide.
Todo el mundo tiene una historia de motel: los que se encuentran a la salida con el jefe, el papá o el ex con otro hombre, pero ésta es la mejor, o en su defecto, la peor historia: en Taiwán, un carpintero compró unos Dvd porno de esos que filman en los moteles para pillar a las personas en flagrancia. El tipo estaba listo para pasar un buen momento cuando descubrió que su esposa era la estrella del video, sólo que había cambiado de carpintero, porque el que la estaba ‘martillando’ era su mejor amigo. Irónicamente, el título del Dvd se llamaba “Aventuras con las esposas de otros”. Moraleja: en los moteles hay que protegerse no solamente para no contagiarse de una venérea o quedar en embarazo, sino para no protagonizar un video XXX sin estar al tanto.
Qué sabe uno si está actuando como una estrella porno en Guatemala y ni siquiera se ha enterado y, lo peor de todo, si no le están pagando regalías. Sólo por curiosidad, tal vez me vaya de expedición a uno de esos ‘oasis del sexo’ con otras amigas vírgenes de moteles. Me imagino que el tipo de la recepción se emocionará pensando que vamos a tener una orgía lésbica, pero seguramente se aburrirá cuando encienda la camarita de nuestra habitación y descubra a tres mujeres sentadas en la cama, comiendo crispetas, agarrando el control remoto con un pañuelo desechable y riéndonos de los canales paupérrimos de porno casero. Tal vez nos demos cuenta de que no nos perdimos de mucho.