por Virginia Mayer. Ilustración: Daniela Hoyos
La búsqueda del orgasmo en todos sus matices, es la historia en primera persona que cuenta Virginia Mayer para SoHo. Sin embargo, esta podría ser la historia de cualquier otra mujer. Acérquese al universo del placer femenino —y conozca de primera mano— si siempre esta relacionado con el corazón.
Fue Leticia —la que me ganaba todas las carreras de atletismo, y con la que me daba puños y patadas en la vagina porque pretendía montármela— quien me enseñó a masturbarme con un muñeco de peluche. Mi vieja me habló sobre cómo se hacían los bebés, pero nadie me explicó el orgasmo. Yo lo sentí. Y una vez que lo descubrí me dediqué a buscarlo casi todas las noches, encerrada en mi cuarto mientras todos dormían. Aprendí a gemir en silencio con la cara hundida en la almohada y restregando la vagina frenéticamente contra el borde del colchón hasta que me venía, en completo silencio. Así fue como conocí el placer antes que el amor.
Tres décadas más tarde, la incapacidad de describir mis orgasmos me llevó a investigar cómo lo sentían otras mujeres. Entonces posteé en WikiNice: “Mujeres, ¿se animan a describirme un orgasmo? Pueden hacerlo por inbox, si prefieren”. El post obtuvo dos miserable likes y dos (solamente dos) mujeres me respondieron por interno. Ya tenía muy claro que Colombia era el país del Sagrado Corazón, pero jamás imaginé que el orgasmo aún fuera un tabú entre las mujeres.
Cuando le pregunté a mi amiga Ana cómo sentía los orgasmos, comenzó a hablarme de amor. “No me hables de amor —le dije—. Necesito saber cómo se siente un orgasmo en tu vagina y en todo tu cuerpo. No me interesa cuánto amas a tu pareja”. Es que aunque el placer y el amor caminan de la mano, como si se tratara del himno de La bella durmiente, no son lo mismo y habitan diferentes universos.
Osho decía que el orgasmo total es estar perdido en el abismo, cuando por unos momentos el tiempo se detiene y la mente no funciona; cuando no sabes quién eres. Para mí llegar a él es entregarme a mí misma, un acto egoísta en el que solo existo yo y en el que todo queda suspendido: no oigo ni soy capaz de articular palabras.
Cuando una mujer tiene un orgasmo, se activan casi todos los sistemas del cerebro en una reacción tan fascinante como inexplicable. Desde el siglo XIII y al menos hasta la Inglaterra isabelina del siglo XVI, se creía que para que la mujer pudiera concebir era necesario que tanto ella como el hombre llegaran al clímax. Sigue sin ser clara su función en el cuerpo femenino, aunque se sabe que regula los ciclos menstruales, alivia el dolor, sube el ánimo y mejora la actividad cerebral.
Hace diez años, la Universidad de Ginebra (Suiza) y la Universidad de California en Santa Barbara (Estados Unidos) hicieron un estudio sobre los orgasmos de las mujeres enamoradas y concluyeron que cuanto más enamoradas, más orgasmos tenían. Entonces se empezó a asegurar que el sexo con amor era el mejor y se trajo a cuento a la oxitocina, una hormona producida en el hipotálamo y segregada al torrente sanguíneo y el cerebro durante el orgasmo de la mujer. En teoría, la oxitocina provoca que nos enamoremos después de un orgasmo y que queramos repetir en busca de placer. Pero la verdad es que los estudios se hicieron con ratas, como la gran mayoría de investigaciones sobre el tema, y es por eso que para mí la supuesta superioridad del sexo con amor es una falacia.
Cuando tenía 18 años mi primer novio en Colombia me enseñó a bluyinear. Fue la primera vez que experimenté placer junto a otra persona. Sentía que me hacía arena, que me disolvía desde la vagina hasta el resto del cuerpo. Y luego me derrumbaba respirando hondo, con dificultad. Este placer, nuevo para mí, venía vestido de sorpresa, de curiosidad, de experimento. Pero no de amor.
Después perdí la virginidad con un N. N. y no sentí placer. Un par de años más tarde tuve un affaire por chat con un rolo regio que cuando nos conocimos en persona y comenzamos a follar me decía “princesa”, y tenía la verga gruesa como una lata de cerveza. Pero tampoco sentí placer. Fui amante de un vietnamita agente secreto de la DEA al que le decían Big Boy (pero que era más bajito que yo), y tampoco sentí placer. Cuando llegué a vivir a Nueva York, por primera vez me enamoré de un periquero que jamás me correspondió y que me comía como masturbándose conmigo. Nunca pude relajarme con él y jamás me causó placer.
Luego salí con un judío ortodoxo iraní, la primera persona que me hizo sexo oral. Me acuerdo de no estar segura de querer que eso pasara, pero de haber abierto las piernas hasta que me dolieron las ingles. Era de noche, estaba mojada, hacía calor y mi ventilador soplaba sobre nosotros. La ventana estaba abierta y el viento movía las cortinas como en una escena de Corín Tellado. Me vine contrayendo el estómago y encorvándome hacia delante como intentando evitar algo que realmente no quería que se detuviera. Me vine como las olas golpeando la orilla durante la tarde, cuando la marea es alta. Él no dejó de chuparme y succionarme, y de hundirme la lengua mientras sostenía los labios de mi vagina hacia ambos lados con los dedos. El placer, que me cuesta trabajo describir, rozaba con dolor, un dolor profundo, casi eléctrico. Y comencé a gritar, y grité hasta que se acabó el placer. Sin embargo, no tuve tiempo de enamorarme. Él me terminó porque yo no era judía —aunque a mi familia paterna del lado alemán la exterminaron en Auschwitz— y por eso nunca se casaría conmigo.
No todas mis experiencias con el sexo oral han sido tan gratificantes. No demoré mucho en determinar que para hacer venir a una mujer bajándole al pozo hace falta mucho gusto por su humedad, sus líquidos, sus pelos, su olor, su profundidad, su hambre. No es para cualquiera y hace falta verdadera pasión para causarle un orgasmo a una mujer comiéndole la vagina. Muchos creen que saben. Y aún peor, osan decir que les gusta, pero una vez hunden la nariz y abren los ojos desorbitados, es evidente que no va a ocurrir nada placentero y entonces es mejor recurrir a la penetración.
Pasaron años antes de que sintiera un orgasmo siendo penetrada. Recién cumplidos los 40 años puedo hablar con propiedad. Ya no soy la posadolescente de 30 explorando su sexualidad. Hoy sé exactamente qué me gusta y cómo me gusta: ya puedo decir que me vengo cuando quiero. Y cuando lo digo no ignoro que solo el 25 por ciento de las mujeres que tienen sexo experimentan un orgasmo, y que un tercio de todas las mujeres nunca, o casi nunca, tienen un orgasmo durante una relación sexual.
Aún sin haber experimentado una cópula amorosa soy parte de esa minoría que sí se viene. Y de un porcentaje aún menor de mujeres que han eyaculado. Quienes ven mucho porno lo llaman squirt. Y aunque es completamente normal que suceda, no es tan común. De hecho, muchas de las mujeres que lo han experimentado lo hacen tan solo una vez en la vida. La primera vez que me pasó fue con un fotógrafo que me chupaba los dedos de los pies mientras me metía la verga. Fue la segunda vez en la vida que me enamoré, y la segunda que me di contra el piso. Me quedó la nariz en la nuca, pero qué orgasmos tan estremecedores, qué manera de follar. Qué espectáculo. Cuánto lloré.
Hace poco un polvo me preguntó qué me hacía feliz. Me tomé un tiempo en contestar. Todavía no he tenido esa relación sentimental estereotípica de las películas románticas. No me ha tocado. Y me he cuestionado si se puede ser feliz sin tenerla. Pero como para mí la felicidad es pasajera, después de pensarlo bien respondí que me hacía feliz un polvo. El sexo es mi religión y en ella el orgasmo no tiene corazón. No sé lo que es follar enamorada de alguien enamorado de mí. Y, sin embargo, desde hace por lo menos cinco años, siempre que tengo sexo tengo un orgasmo. Mientras así sea, ¿qué importa el amor? .